Formada a raíz de la actividad eruptiva del Volcán de la Corona, es una de las maravillas que esconden las entrañas de Lanzarote. Utilizada como escondite de la población frente a los ataques e invasiones de los piratas procedentes del norte de África durante los siglos XVI y XVII, pero fue a partir del XIX cuando se convirtió en una visita obligada para viajeros, eruditos y científicos europeos fascinados por esta singular formación volcánica. Según cuentan, su nombre se debe al apellido de una familia que guardaba su ganado en los alrededores.
Durante la década de los 60 del pasado siglo, el Cabildo de Lanzarote recurrió al artista majorero Jesús Soto, quien se convertiría a la postre en estrecho colaborador de Cesar Manrique, para la adecuación de este santuario natural de origen volcánico. Soto ordenó la visita y desplegó todo su conocimiento del tratamiento de la luz y la sombra para extraer la luminosidad de la piedra y realzar las formas caprichosas que la lava fue dejando atrás en su devastador camino. A partir de ese momento se convirtió en foco de atracción para miles de visitantes.